lunes, 27 de junio de 2016

“MOSES UND ARON”, TRANSGRESORA REVELACIÓN


  
Un magnetófono desciende con aplomo desde las alturas del Teatro Real. Una penumbra en la que, solo al cabo de un rato, se distingue la figura de un poderoso animal, enmarca el descenso. El magnetófono se detiene a media altura, sobre la boca del escenario, y se activa: corre por sus bobinas la cinta magnética. Se escuchan los primeros acordes y unos coros enigmáticos. La cinta llega hasta el pie del escenario, donde es recogida por un impávida silueta enchaquetada, que resulta ser, nada más ni nada menos, que el Moisés de la Biblia. Se produce entonces la revelación del mensaje divino al profeta: ha de liberar al pueblo de Israel del cautiverio del Faraón. Es la representación moderna del arbusto en llamas del Éxodo, símbolo de Yahvé. El nuevo dios es único, eterno, omnipresente, invisible e irrepresentable. Moisés se halla ante un gran dilema: él es el receptor de la idea, de su esencia, aunque se reconoce limitado para comunicarla. Posee el pensamiento, pero le falta la palabra. Para transmitirla adecuadamente al pueblo, ha de recurrir a su hermano, el sacerdote Aarón, que goza justo de ese don.

Este es el punto de partida de Moses und Aron, la rupturista ópera que el músico austriaco de origen judío Arnold Schönberg compuso entre 1930 y 1932, y que no llegó a completar sino en sus dos primeros actos, tras su exilio forzoso en los Estados Unidos por el ascenso de los nazis. La obra es transgresora en forma y fondo, y solo ahora se ha estrenado en versión escénica en Madrid. Schönberg la compuso siguiendo estrictamente los postulados de la escuela dodecafonista, que negaban la tonalidad tradicional de la música culta y popular, y articulaban toda la composición en torno a una serie preestablecida de doce sonidos, así como de sus variantes: invertida, retrógrada y retrógrada-invertida. El tema último de la obra, sobre el gran retablo del relato bíblico, es precisamente ese: la antítesis, la imposibilidad de consorcio entre la idea, el pensamiento puro, por una parte, y su plasmación a través de formas, imágenes, símbolos o palabras, por otra. El eterno debate de tantos filósofos que se halla en la raíz de la propia creación artística. En la segunda escena de la ópera, los dos hermanos se encuentran en el desierto y polemizan acerca de cómo transmitir el mensaje divino al pueblo que, en su informidad de masa, los contempla a cierta distancia.


Para ocasión tan señalada como la de su estreno en el coso madrileño, el Real ha recurrido a la producción de la Ópera de la Bastilla de París, con la factura de un grande de la dramaturgia y de la iluminación actuales: el italiano Romeo Castellucci. Su planteamiento no puede ser más auténtico y, por momentos, agresivo, en lo radical de su enfoque. Castellucci nos planta cara a cara con un drama intelectual de gran violencia implícita y, como si de una declaración de guerra se tratara, recurre al combate de mundos enfrentados y casi incompatibles sobre el escenario. Así, a la aparición de diversos elementos tecnológicos o de estética cibernética, que descienden siempre de las alturas, como el citado magnetófono, cápsulas, engranajes motorizados o neones, se contrapone la presencia de las fuerzas brutas de la naturaleza, simbolizadas en el gran toro que ha levantado la polémica del montaje: Easy Rider, un semental de 1.500 kilos que se desempeña sobre las tablas del Real como un figurante más. 


La disputa se traslada a los decorados, al atrezo y a los colores. El primer acto se desarrolla todo él a ambos lados de un estor transparente en la boca del escenario, que simula la calima cegadora del desierto. Priman las formas suaves, blandas y azuladas. El segundo, en cambio, es el reino de los oscuro y coincide con el despliegue de las danzas orgiásticas de la partitura de Schöenberg, cuando el pueblo israelita se deja arrastrar hacia la adoración de los viejos y nuevos tótems: el Vellocino de Oro, convertido en toro descomunal, en contraste con la fragilidad de un cuerpo desnudo de mujer. Una pintura negra, densa como alquitrán, se vierte una y otra vez sobre los blancos vestidos, sobre las flores y hasta sobre la grupa del gran toro. Es el símbolo de lo más atávico y ritual de la naturaleza humana; sangre e inmolación. 


En la parte vocal, los papeles protagonistas no son ajenos a la contienda: Moisés, en la voz del bajo-barítono Albert Dohmen, no canta en realidad, sino que se maneja siempre dentro del registro declamado. Aarón, por el contrario, en la voz de John Graham-Hall, es el dueño de la palabra, y por tanto del canto, y presenta la línea de un tenor heroico. El coro, espectacular en todo momento, enmarca y remarca los lances de esta batalla sobre los fundamentos mismos del arte y de la comunicación. “¡Oh, palabra; tú, palabra que me faltas!”, grita Moisés, aparentemente derrotado, al final de la representación…

Reseña publicada originalmente en Culturamas (2/06/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 24 de mayo al 17 de junio de 2016

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